Emoción

Emociones Prestadas II

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Recuerdo sobre todas las cosas una cálida tarde de verano. Con trece años, flequillo, delgadez extrema en las muelas. Sin móvil, ni Internet, ni atisbo de volverme ciberjilipollas. Solo yo, la siesta que no llegaba y una maldita radio que escupía grandes éxitos del pop español de los ochenta. Tenía la antena hecha cisco, partida en dos trozos, atada con cinta aislante y enrollada en otro alambre que hacía las veces de elemento de conducción de las ondas FM.

Sonaban los secretos… ¿no era pop?, pues vale, pero esa canción hacía que yo me levantará, sujetara con una mano la antena partida y con la otra apuntará con el alambre hacia la ventana. Esperanzada, inamovible y levantando un pie. Descalza, ya que cuando terminé el colegio ya sabía que el ser humano era conductor de la electricidad y suponía, que hacer de antena gigante e invocar a las ondas en desnudez extrema ayudaría a que el sonido llegase nítido y brillante.

Y llegaba nítido, brillante, descalzo, breve y a todo volumen. Poder escuchar esa canción, solo cuando la ponían en la radio, de forma digna, me hacía sentir feliz. Hacía que me olvidase de todo por un momento.

El otro día iba camino del trabajo, de pronto pusieron una nueva versión de la inolvidable, al principio como una vieja amiga que no ves hace 15 años, reparé en los pequeños estragos que el tiempo nos hace a todos: esas arrugas, ese ensanchamiento, ese devenir en aprendizaje, ese continuo saber que el tiempo te da; después, lo de siempre, saqué la mano por la ventanilla, tire un zapato a la carretera y grité a pleno pulmón el estribillo.

Ya soy libre.

Emociones prestadas I

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A veces lo hago. Tumbarme en el suelo, pegar totalmente la espalda al azulejo, reencontrar mis gemelos en la fría espera.
Después me quedo pensando en la oscuridad del túnel y el gramófono comienza a emitir ese sonido tónico y grave de interferencia contenida, ese sonido que siempre es el preámbulo de una pista de Jazz desentonada de los años cincuenta, grabada en el sótano de una casa del sur profundo de EEUU. Adoro ese disco, el nasal sonido del intérprete, lo original e irrepetible del momento histórico del Jazz, el ruido amargo de la aguja del tocadiscos de fondo, el piano desafinado, el hecho de que sea único y de que no se haya editado jamás en CD. No es una lata y eso hace que mis gemelos, las palmas de mis manos, mi espalda, mi ombligo y el resto de mis morfemas celulares se calienten.

Soy una mitómana, en el sentido más estricto de la palabra, si me das algo que nadie más tiene montaré un panteón mental, me dedicaré por entero a cuidarlo, a hablar de ello, a conservarlo.

Haré patrimonio de las cosas que no me pertenecen y lo haré en privado, porque ante una avalancha tan descarada de sensaciones en público me siento expuesta, abierta, vulnerable.

Húmeda, como esta primavera que no cesa.

Nadie sabe que lo hago, pero a veces me tumbo de espaldas, dejo que mi música resbale por la garganta, entro en comunión con todos esos sentimientos de los que no puedo desconectar aunque quiera.

Nadie lo sabe pero a veces, yo, también peco de inconsciente, de suicida, de universo paralelo al más puro estilo Lost.
Nadie sabe que todo lo que tengo me ha sido prestado.